El arte de cangrejiar - Sexópolis

Apr 06, 2023


El fino arte de "cangrejiar' proviene del 'español antiguo' y refiere a actividades amorosas con exnovios o examantes en una oscura
época de verano.
Ese era el modus operandi de Andrea. Visto con malicia, al vivir en una época de desapego como esta, ella decidía volver al pasado una y otra vez. Sus amigas meditadoras en los profundos intríngulis de la vida y la filosofía le recomendaban romper con las ata. duras del pasado que impedían que su evolución prosiguiera, pero a ella, con toda franqueza, esa teoría le importaba tres bolitas de mierda.
Andrea era una mujer independiente, inteligente, buena amiga y trabajadora. De metro cincuenta, le aplicaba el dicho de «vaca chi.
quita siempre ternera», y a sus cuarentaidós años parecía de trein-ta. Comía como si no hubiera un mañana y nunca subía de peso.
Su cabello era liso y rubio, siempre lo llevaba suelto y cuando lo movía de un lado para otro, un olor a lavanda se instalaba poco a poco en el ambiente. Su secreto era aplicarse el perfume justo donde el cuello se unía con la espalda. Poseía un humor ácido que mucha gente confundía con petulancia, pero nada era más alejado de la realidad. Desde sus treinta años había decidido no tener hijos y casarse, muy a pesar de su familia que hacía comentarios imprudentes en todas las fiestas de fin de año. Vivía a cabalidad su sole dad y soltería con un amor por el silencio que finalmente era lo que había conseguido al tomar decisiones de vida radicales. Siempre le decían que cambiara, pero su discurso era siempre el mismo: «He sido así durante cuarentaidós años, soy una persona coherente en mis principios, no puedo cambiar después de tanto tiempo»; para sellar su idea soltaba una carcajada de esas en las que se muestran los molares.
Era conocida entre sus amigas como la reina del 'cangrejeo.
Nunca estaba desprovista de amantes y es que cada vez que tenía deseos de amar, se ingeniaba la forma de llevar a su cama a al guien. Como defensora acérrima de esta estrategia, había desarro
Ilado su teoría bajo diferentes argumentos.
No se incrementa la lista. Alguna vez había visto una película en donde la protagonista contaba sus amantes y no debía rebasar un número o se quedaría sin el amor verdadero; se rio tanto al verla que le quedó la idea revoloteando. Ese mismo día empezó a rememorar sus amantes desde el primero: veintinueve, una módica suma. Aunque no creía en que esto estuviera ligado con el encuentro del dichoso amor entre almas gemelas, de ahí en adelante no quiso acrecentar los números de forma acelerada; en últimas, vivía en una sociedad que juzgaba a las mujeres por el goce de su sexua-lidad. Si llamaba a alguno de sus «ex», no tendría el problema de incrementar la lista. Punto para la 'cangrejiada'.
La incertidumbre de salir con un hombre siempre le producía ansiedad. Preguntas como: «¿Será buen polvo?, ¿tendrá mal olor en los pies?, ¿será cariñoso?, ¿besará como los hipopótamos?, ¿le gustará la cucharita después?», e infinidad de interrogantes que la tenían en suspenso hasta que a la tercera o cuarta cita le proponía al susodicho quedarse con ella. Con la 'cangrejiada la X ya estaba despejada. Por supuesto, tenía una lista élite de aquellos que habían pasado con méritos las noches de gestos y sudoraciones de bajo de sus sábanas. Volver a ellos le significaba una velada de empalagos en las mieles del amor.
El no tener una relación como lo dictaba las reglas de la socie dad, las 'magníficas' reglas, de un noviazgo 'serio o de un matrimonio, le quitaba la responsabilidad de lidiar con la ocupa-, ción de su espacio; nada de crema de dientes apretadas por la mitad, bizcochos del baño llenos de orín, pelos encarrujados en el jabón, toallas mojadas encima de la cama, ronquidos y pedos en medio de una noche tranquila o pelos de barba en el lavamanos.
Se puso el vestido azul oscuro, corto, con unas medias de mallas azules y las botas negras, la chaqueta de jean, el cabello al viento; esperaba sentada en la barra del bar, mirando distraída el celular y tomando en pequeños sorbos, que le quemaban la garganta, un whiskey no tan malo. Siempre llegaba puntual a ese tipo de citas, inclusive le gustaba llegar un poco antes para no sentirse ansiosa entrando al lugar, tener que encontrar las miradas, entrar pensando en que iba a tener un traspié y sonreír mientras llegaba al encuentro con la víctima de ese día.
Entró una llamada. El Señor cangrejo decía que se había confundido de bar y que llegaba en cinco minutos. Llegó y lo vio casi en el momento en que le estampilló un beso en la mejilla derecha. Lo descubrió un poco nervioso y se le infló un poco el ego. Entonces empezó de manera descarada su coqueteo.
Una sonrisa pícara, un roce de sus piernas por debajo de la mesa, quitarse lentamente el cabello del cuello, decirle una que otra frase caliente en medio de la conversación seria, hacerse la que no escuchaba para acercase con la excusa de que se lo dijera al oído y que el Señor cangrejo pudiera percibir el aroma de su perfume.
Se reía a carcajadas por dentro cuando los dos ya sabían cuál era el juego que ella quería jugar. «Tenemos que poner unas reglas»
dijo Señor cangrejo, ella de inmediato le contestó: «¿Para qué reglas si tú las rompes siempre?». Para Andrea esas reglas no eran necesarias, solo lo volvería a ver el día en que le ganaran las ganas de estar con él y realmente eso podría llevar incluso meses. Los dos soltaron una risa escandalosa, quizá por efecto del licor, quizá por los nervios. Las personas sentadas en las mesas contiguas los miraron un poco con recelo, un poco con envidia. Lo único que se veía en el futuro era un motel, condones, licor, un yacusi, las pequeñas pompas de jabón recorriendo su cuerpo y una faena enardecida.
Esta era su forma cómoda de afrontar sus relaciones y con esta decisión era feliz.

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