Relato erótico El taxi

Apr 27, 2023

Soy de esas personas a las cuales el que está delante en la fila del banco le cuenta sus asuntos privados. Es raro, siempre me he preguntado a qué se debe. Una de mis teorías es que la fisionomía de mi cara genera confianza en los demás y por ello empiezan a contarme sus cuitas.


Alguna vez, iba sentada en un bus con destino a mi casa y la señora del lado me contó todos sus problemas médicos, le habían hecho una operación en la cabeza; el médico, en su infinita mal-dad, no encuentro otra manera de explicarlo, le dejó en la cicatriz de la operación un trozo de carne en rollito, como cuando se cose el culo del pollo después de rellenar. No solo me contó, me lo mostró. Llegué un poco mareada y asqueada a mi casa, espero que fuese el pago por el desahogo de la señora, que mi trance haya valido la pena. Ella, imagino yo, iba un poco más descansada de su peso.


Las historias que más recuerdo son las del transporte público.


Me han contado sobre sus hijos, sus amores, historias sobre fantasmas, un militar retirado me dijo que había participado en los falsos positivos, uno que otro desubicado me ha invitado a salir y otro me ha querido convertir a la derecha, en fin, parezco un libro, de todo lo que sé.
Un día, tenía un viaje programado a Cali y pedí un taxi desde una aplicación. El trayecto era largo. Viajé sin equipaje, así que apenas estuvo cerca bajé para esperarlo en la portería y no demorarme.
Igual siempre voy con tiempo, en esta ciudad no se sabe. Y sí, la congestión vehicular no se hizo esperar, en la calle 26 estuvimos bloqueados por veinte minutos me respondió con una sonrisa amplia. Era bien parecido, su piel era color canela y sus ojos por el retrovisor se veían amarillos.


Tenía el cabello corto y pulcro, se notaba que su apariencia era importante para él.


Empezamos a hablar de política, pero de pronto hizo una pausa, sonrió de forma picara y me dijo: «Usted no me lo está preguntando», y ya sabía yo que cuando mis contrapartes empiezan con esa frase es porque la aventura fue buena. Me dijo que él tenía una cliente que trabajaba en la Fiscalía General de la Nación.

La llevaba a varias partes en Bogotá, su tarifa era diaria, entonces cuando ella lo necesitaba lo llamaba, él disponía el día y recorrían juntos la ciudad. Un día ella le hizo una propuesta: «necesito que me lleve a Girardot este fin de semana, pero necesito que se quede conmigo y vuelva el lunes, le doy dos millones de pesos». El taxista me miró por el retrovisor, soltó una carcajada que retumbó en el taxi y dijo: «¡dos millones de pesos, señorita, y yo bien pobre! Pues claro que acepté. Me fui para la empresa y saqué el permiso para irme a otro municipio porque eso no se puede así de fácil, la recogí el viernes a las ocho de la noche en la fiscalía y de una a carretera».


«Mire, señorita», me dijo evocando los buenos recuerdos, «esos tres días fueron de pura rumba. A esa señora no le gustaba cualquier pachanga, eso había de todo, ella me pregunto qué trago me gustaba, yo le dije que vodka dándomelas de pipirisnais. Pues me trajo vodka y yo bebí mucho, hasta que me estaba como durmiendo y dice "venga usted se va a parar de una", y sacó de la cartera una bolsa de perico; yo que nunca he sido malo para nada pues venga a nosotros tu reino». Agachó la cabeza sobre el volante y luego se echó la bendición en la boca.


«La cosa es que después de tomar el primer día, el resto del tiempo quería pasársela en la piscina y haciendo el amor, señorita.


Pero mire, esa señora era candela, le gustaba que yo le hiciera de todo, me sacó hasta un vibrador de esos y, ala carachas, yo parecía como un loco, porque a mí nunca me había pasado eso. Además, esa señora era gritona, huy eso gritaba hasta rico, perdone usted, señorita, por mis palabras, pero ponía en blanco los ojos». Le bajo a la emisora, ahora se escuchaba como un murmullo.


»Y después de esos bacanales, yo venía y la dejaba en el apartamento como si nada hubiera pasado. Ella era la más regia, nadie sabía de eso y yo era el que menos estaba interesado que se supiera. Yo llegaba todo bien puesto a mi casa, diciéndole a mi esposa que estaba cansado de trabajar.


Eso pasó cada mes y medio, durante todo el año. Ella me llamaba y yo corría a verla. Aquí en Bogotá, chirriadísima; en Girardot, gata. Luego me llamó y me dijo que la llevara al aeropuerto. En el camino se despidió de mí, me dijo que estaba involucrada con ese tema de la política, que el jefe la había mandado para Estados Unidos, que siempre me recordaría y que cuando volviera me iba a buscar. Menos mal, señorita, yo me volví católico». Cerró su historia mirando hacia arriba y echando una cruz al aire.
Yo me bajé del taxi y me pregunté si deberían existir muchas mujeres chirriadísimas en la calle y gatas en la casa. La respuesta fue que quizás yo era una de ellas.

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